Hace unos cuatro años, cuando la
violencia iba por los veinte o veinticinco mil muertos en México, algunos
medios de comunicación decidieron sentarse a la mesa a tratar de discernir cómo
comportarse profesionalmente ante un fenómeno relativamente nuevo —delincuencia
organizada galopante, asesinatos de inocentes, sicariato, enfrentamientos entre
bandas, etc.— que cobraba ya entonces proporciones alarmantes.
La idea, hasta donde recuerdo,
partía de una cierta preocupación de que llevar al extremo de lo abstracto y de
lo absoluto el concepto y el ejercicio de la libertad de expresión, en
condiciones tan atípicas como las de la violencia mexicana de estos años,
podría preservar eventualmente un bien provocando un mal y propiciando un
conflicto perverso de valores.
El racional es que cada vez que la
delincuencia coloca un mensaje junto al cadáver de uno de sus ejecutados o
cuando hacen advertencias en anuncios en las calles (como las mantas) o cuando
suben a Internet un video con alguno de sus crímenes o cuando transmiten un
lenguaje corporal (como en el caso de La Barbie o el así llamado JJ)
los delincuentes quieren exhibirse. Con esos desplantes pareciera que los
criminales tratan de intimidar a sus adversarios y buscan reafirmarse a sí
mismos dentro de su código de comportamiento. Más grave aún: tales conductas
intentan generar un clima de aprensión o miedo en la sociedad.
Y como en esa tarea a veces
encuentran la colaboración —activa o pasiva, consciente o no— de los medios de
comunicación, las motivaciones de la delincuencia buscan producir un efecto
social: que los medios de comunicación difundan esas fechorías porque son
noticia y porque la divulgación conviene en la lógica delincuencial.
El problema, sin embargo, como lo ha
analizado con rigor Raúl Trejo, es que la difusión reiterada de las imágenes de
esos hechos puede crear, primero, un efecto de aturdimiento, después de hábito
y, más tarde, de trivialización y de costumbre, provocando una reacción de
desmoralización ciudadana (algo que las encuestas de entonces y de ahora
sugieren), de indiferencia o, en el peor de los casos, que los ciudadanos
terminen por “preferir la indulgencia de los criminales antes que la acción del
poder público para enfrentarlos”.
Bien. Esa es una parte del problema.
La otra, más profunda porque es
cultural, es que la sensación de impunidad en ese terreno y en otros que
integran el universo de la ilegalidad, estimula una conducta delincuencial, la
hace atractiva porque no hay castigo, y de esta forma se va larvando un tejido
social donde es tolerable, aceptable y de hecho natural brincarse la ley. Como
nos confiesa una estudiante en un grupo de enfoque en que participé hace meses:
“¿Vale la pena ser honesto y respetar la ley? Sí, claro. Pero no avanzas”.
Lo trágico es que los medios, con afortunadas excepciones, parecen haberse
olvidado de aquella discusión del 2008 y la situación no es mejor ni en los
hechos ni en la percepción ni en el estado de ánimo colectivo.
¿Hasta dónde resiste la cuerda?
http://www.etcetera.com.mx/articulo.php?articulo=11516
Comentario
El tema es estratégico para el momento que vive el
país, a la vez que nos permite retomar una de las reflexiones más fecundas de
los países en los últimos años, la de las relaciones entre memoria y olvido
en tiempos de guerra, y el papel de los medios en los modos de recordar
y olvidar: una primera sobre la principal tarea que la sensibilidad fin de
siglo parece haberles encomendado a los medios masivos: fabricar presente;
y una segunda sobre las paradojas que produce la guerra en las
relaciones del recordar con el olvidar.
En primer lugar, que los medios están
contribuyendo a un debilitamiento del pasado, de la conciencia histórica, pues
al referirse al pasado, a la historia, casi siempre lo descontextualizan,
reduciéndolo a una cita, y a una cita que no es más que un adorno para colorear
el presente con lo que alguien ha llamado «las modas de la nostalgia». El
pasado deja de ser entonces parte de la memoria, de la historia, y se
convierte en ingrediente del pastiche, esa operación que nos permite
mezclar los hechos, las sensibilidades y estilos, los textos de cualquier época
aisladamente, sin la menor articulación con los contextos y movimientos de
fondo de esa época. Y un pasado así no puede iluminar el presente, ni
relativizarlo, ya que no nos permite tomar distancia de lo que estamos viviendo
en lo inmediato, contribuyendo así a hundirnos en un presente sin fondo,
sin piso y sin horizonte. Los medios están así reforzando —no creando, pues los
medios sólo catalizan, refuerzan y alargan las tendencias que vienen de los
movimientos de lo social— la sensación postmoderna de la muerte de las
ideologías y sobre todo de las utopías, porque ambas se hallan ligadas a otra
temporalidad más larga, hoy emborronada por la pérdida de aquella relación con
el pasado que nos proporciona la conciencia histórica.
Los medios no nos están ayudando a anclar en la
historia lo que nos pasa, para desde allí dibujar algún futuro, sino que, en
conjunto, los medios debilitan el pasado y diluyen la necesidad de futuro.
Claro que hay mucho por matizar, pues mientras la prensa —alguna prensa, al
menos— intenta aún enlazar los hechos, hilarlos, ponerlos en contexto, la radio
y especialmente la televisión trabajan sobre la simultaneidad de tiempos y
la instantaneidad de la información que, posibilitadas por las
tecnologías audiovisuales y telemáticas, se han convertido en perspectiva, esto
es, en modo de ver y de narrar. Los medios audiovisuales aplastan la temporalidad
sobre la instantaneidad: a lo que hoy llaman los medios actualidad es la
toma en directo o sus equivalentes. Y esa simultaneidad entre acontecimiento e
imagen, entre suceso y noticia, es la que le exige a la radio o a la televisión
cortar cualquier programa para conectarnos con el presente de lo que está
pasando —atención a ese verbo pasar, pues se trata de un presente
que no tiene reposo sino que pasa y pasa, a toda velocidad—, exigiendo también
que el tiempo en pantalla de cualquier acontecimiento sea también instantáneo y
equivalente: ¡tanto dura una masacre de campesinos como un suceso de
farándula, pues en la economía del tiempo de la televisión valen lo mismo!
Extraña economía la de la información en radio o televisión, según la cual su
costo en tiempo implica que la información —como la actualidad— dure cada vez
menos. Hasta hace un siglo «lo actual» se medía en tiempos largos, pues
nombraba lo que permanencia vigente durante años, pero después la duración se
fue acortando, estrechando, y acabó dándose como eje la semana, después el día,
y ahora lo actual es el instante —incesantemente repetido— en que coinciden el
suceso y la cámara o el micrófono. O quizá sea al revés: lo actual es el
instante que la cámara convierte en suceso. ¿Cómo diferenciarlos?
Vivimos así inmersos en un presente cada vez más
delgado o, como dirían los tecnólogos, más comprimido, ya que uno de los
mayores logros del desarrollo tecnológico, a partir de la fibra óptica, es la compresión
(¡no confundir con comprensión!), pues de lo que se trata es de meter, y
hacer circular, el máximo de información en el mínimo de espacio, en el mínimo
de espesor material.
(B)
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